“Por nuestros mayores, que no se merecen esto que vivimos”
Imagina llegar a casa, y que nadie te esté esperando. Imagínate que abres la puerta y eres tú mismo el que te está esperando. Quizás también un par de geranios y dos o tres fotos de tus sobrinos de niños. Toda tu casa comienza a reducirse al eco de la silla arrastrada por el suelo, a un par de amigos que te quedan, y a la llamada de estos, para saber como te va. Y es que llevas toda la vida trabajando, ganándote el pan y mirando a cada esquina por si aparece alguien en tu camino. Entonces llegan las largas noches con todas las preguntas
sobre si hiciste mal o sobre lo que tenías que haber hecho mejor. A todas las preguntas, después de los años, llegas a la misma conclusión: igual este era mi destino, estar solo. O que tu media naranja, se fuera antes de tiempo.
Con la jubilación merecida bajo el brazo, te vuelves a despertar, y no hay un “buenos días” por ningún lado. Tampoco está tu madre, ni tu pareja, a las que tanto echas de menos con sus sonrisas, y sus imborrables “buenos días”. De aquellos tiempos, solo quedan un par de fotos. Te preparas el café, abres el agua caliente de la ducha, y mientras te lavas los dientes, quitas el vaho que queda en el espejo. Allí estás tú, con tus años, con las arrugas que cuentan cada una de las velas que soplaste y poco más. Intentas una media sonrisa, pero ya no sale. Ya nada sabe igual que antes.

Es entonces cuando enciendes el transistor para escuchar las noticias, y solo hablan de ese virus que todo lo barre. Ese virus, que a ti ya no te preocupa, porque tu soledad es más grande. Y después de repetir las mismas cosas cada mañana, un día, sin elegirlo, caes enfermo de ese bicho. De esas cosas que no eliges, pero que vienen, se quedan y a veces, te llevan. Así, de un día para otro, te ves con un pijama de hospital, tirado en una cama sin una mano a la que agarrarte cuando el miedo llene tu pecho. Sin nadie. Solo con un teléfono móvil desde el que comunicarte con lo que aún te queda. Es ahí donde ves tu vida, tus caminos, tus decisiones pasar. Lo que no conseguiste hacer, lo que dejaste escapar, el perdón que tenías que haber dicho y un “te quiero” pendiente que nunca podrá ser.
El equipo sanitario te sonríe, pero tú no lo ves. Llevan dos mascarillas, una pantalla en la cara, un traje de astronauta y bolsas de basura en los pies. Después de pasar a saber como te encuentras, cierran la puerta, y sienten lo mismo que tú. Sienten tu soledad, y tú sientes que la sienten. Buscas su mano en cada consulta para apretarla fuerte, necesitas una mano, ya da igual de quien sea. No quieres dejar este lugar sin antes apretar fuerte, el tiempo que quede y cueste lo que cueste. La enfermera lo sabe, sabe que estás grave, y que no debe agarrar tu mano por si acaso es peor el remedio que la enfermedad. Pero lo hace.
Y después de una noche entera llena de fuerza, el cansancio ocupa el espacio de la fuerza. Solo, sin una despedida, sin nada. Son 2.009.100 de hogares con personas mayores de 65 años solas en España, según el INE en 2019. Y un virus que todo lo barre. Solo, sin una despedida de tus sobrinos, sin nada. Llama, pregunta, consuela, escucha. Estar solo es una decisión, y otras veces no.
El Bierzo es una tierra llena de ruido, fiesta y canciones de ronda. Pero también hay silencios, pisos pequeños con ecos gigantes, y muchos mayores a los que ya no les brillan los ojos.
Luis Boya