El verano exprime las últimas bocanadas de sol. Las noches se hacen largas. Y los pueblos vuelven a su status quo de silencios, contras trancadas, catiuscas, chimeneas -aunque cada vez veamos menos encendidas-, soledad, frío y sobre todo recogimiento.
El verano es una euforia colectiva y todos participamos de ella. Desde el primer instante que te pones unas chanclas al momento de las fiestas de tu pueblo cada lugar se disfruta como lo que es, instantes efímeros, alejados de la realidad que acompaña a la rutina de nueve o diez meses. A lo mejor la sensación de estar despreocupado, de sentirte libre y aliviado tenga que ver más con los lugares a los que pertenecen los sentimientos. Esos lugares de los que estamos privados la mayor parte del tiempo.
También a veces está bien ponerse un nique para volver a referenciarnos y situar los fundamentales que recorren el otoño y el invierno.




Las fotos que podemos observar son de un incendio que tuvo la mala fortuna de coincidir con uno más grande en los montes aquilianos este mismo verano. Fue en Paradaseca, el pueblo más grande de la Somoza, muy lejos de las cámaras y de los clickbaits. Distante del resto de las instituciones que dicen representar a sus vecinos -multiplicados en verano-. Una tierra que como el resto del Bierzo tiende al abandono.
Pero quizás los discursos sobre migración tuvieron más recorrido en tiempos pretéritos que ahora. Fue en la década de 1960 cuando los últimos pastores empezaron a abandonar lo que por aquel entonces se consideró la «economía de subsistencia» o un modo de vida más «rudimentario».
Mientras nuestros abuelos levantaban Compostilla II, los pastos iban perdiendo terreno frente a los cultivos forestales y por cada joven que salía de su pueblo, otro carreiro terminaba por desaparecer. No por que así lo quisieran las instituciones ni mucho menos, sino que al perder su sistema de vida, su ágora perdía también sentido. Y si perdemos las ovejas y la solución de contrachapado del malo es plantar pinos, perdemos también la capacidad de organización de nuestros montes.
No podemos hablar de que abandonar hábitos y estilos de vida sea de alguna manera la imposición del progreso pero tampoco podemos afirmar que deberíamos volver a ello. Sería una estupidez manifiesta volver a la casilla de salida. Coger un rebaño, pañar la leña, electrificar el pueblo gracias a una dynamo en el río y comer castañas y patatas todo el año. ¿Se imaginan?. No conocimos ese mundo y dudo mucho que, pese a los agoreros de barra de bar, volvamos a él.

Lo que sí podemos criticar es que mientras las instituciones diseñaban planes forestales para la Somoza no tuvieran también un modelo de desarrollo donde locales, expertos, representantes y un poco de inversión estuvieran en el centro de la estrategia. Lo mismo podemos aplicar a las cuencas mineras del país, a una ciudad del dólar en declive y al resto del llano.
Hay un equilibrio que no tiende a respetarse pese a que la euforia del verano compensa la soledad del invierno. El coste de esa falta de virtud es la nostalgia y la romantización. El vacío, deterioro, desmemoria y olvido de nuestros pueblos. Y es ahí donde el problema más que resuelto está tremendamente agudizado.
Caer en el romanticismo, en la nostalgia y en la distancia es algo que agentes culturales tienden o tendemos a convertir en una manera de ver las cosas, pero si solo nos quedáramos con la literatura del asunto estaríamos pidiendo a voces que todos los pueblos quedaran vacíos y en ellos solo pudiéramos encontrar los relatos del mundo que ya se fue para recogerlos y reproducirlos de la mejor manera posible para nuestros espectadores, clientes, lectores o en el peor de los casos amigos y familiares más cercanos.
Los pueblos necesitan desarrollo y un proyecto de futuro y aquí también tienen su papel los agentes culturales. Las asociaciones de vecinos y vecinas. El cura. El bar. Pero quien juega el partido más importante son las instituciones y sus planes de desarrollo que no pasan solo por acabar con un estilo de vida, sino que tienen que ver con el acompañamiento al común desarrollo y a la puesta en valor de todo tipo de patrimonio que allí se alberga.
Pero para que alguien desde Valladolid, Madrid, León, Ponferrada o Villafranca del Bierzo se ponga a pensar en qué manera pueden contribuir al desarrollo de un pueblo falta un elemento. Las gentes que los pueblan.



Muchas veces tenemos el gatillo muy fácil para apuntar a qué o quienes son los culpables de nuestras miserias pero muy pocas veces reconoceremos que es nuestro proprio fracaso como sociedad el que lo produce. Y en la sociedad también entra la forma en la que regulamos nuestras instituciones -votando, presionando con manifestaciones ordinarias, protestando, dejando hacer- regulamos lo que compramos, regulamos donde queremos pasar nuestras vacaciones e incluso muchas veces también decidimos cosas importantes para nuestra vida.
Que arda el monte de Paradaseca quizás no haya tenido toda la presencia mediática que requiere una Somoza que para muchos bercianos incluso está completamente alejada de su cosmovisión del Bierzo. Pero si que puede ser un ejemplo de lo que se nos viene sino comenzamos a deliberar acerca de lo que debería ser y será.
Solo construyendo los espacios que nos lleven al menos a charlar de lo que nos rodea se podrá comenzar a poner las primeras piedras en el camino que de antemano sabemos que no se culminará con la puesta en valor, la vuelta de los migrados o el desarrollo parcial de la persona. Quizás los veranos sean cada vez más largos y tengamos más tiempo para disfrutarlos pero también estaría bien que la nostalgia que nos trae septiembre nos acerque a la organización popular.

Fotografía: Lucía Suárez
Texto: Bruno Bodelón